Querría habérselo explicado mientras se lo llevaban. Haber dicho “Señor policía, yo ví lo que pasó. Pero para que usted lo comprenda, tendrá que dejarme hablarle sobre él. No es una mala persona, sólo está sola y está sufriendo. Y lo que hizo le salvó a ella, y se salvó él mismo”. Pero, ¿cómo hacerlo?, ¿qué lenguaje usar?. El policía ni siquiera se fijó en mí.

 

 

Cuando llegó, aún tenía personalidad, y aunque su carácter era blando y triste como un atardecer de invierno, en sus ojos oscuros aún se adivinaba cierta dignidad trémula, que se aferraba a sus iris desesperadamente, como si fuera lo único que le salvaría de morir ahogado por la indiferencia de los que le rodeaban sin verle.

Cuando llegó, yo ya estaba aquí, aburrida de ver fluir tanta gente a mi alrededor. Me sentía como una isla en medio de un mar inquieto: alta, erguida, luminosa como un faro que guiara a una humanidad perdida en el ir y venir de sus deseos. Me gustaba pensar así. Era bonito. Era poético, y me hacía sentir especial. ¿Quién iba a pensar que una farola metálica y desgastada tuviera alma de poeta?

Al principio pensé que se había sentado un momento a descansar, harto del vaivén y de los empujones. Pero al llegar la noche continuaba a mi lado, en aquel viejo portal, con los ojos muy abiertos en una expresión de incrédula sorpresa, como si no se creyera que había sido eliminado de ese fluir humano que recorría las calles. Su vida había naufragado y él era todo lo que quedaba, tablas encalladas en una isla desierta. Reaccionó unas horas después y se tapó con unos cartones, y así pasó la primera noche de su amargo exilio: con el peso de la soledad aplastándole sobre el asfalto.

Poco a poco las inclemencias del destino y la vida en la calle le fueron difuminando la personalidad, hasta que fue sólo una sombra borrosa de lo que había sido, un retazo de nube abandonado en un cielo oscuro. Pero en ese cielo yo era su luna, y brillaba para él durante la noche, y, cuando nadie miraba, me inclinaba sobre su cuerpo para darle mi calor, y así no era sólo su luna, sino también su sol nocturno: un cáliz metálico de ternura.

A lo largo del tiempo nos hicimos amigos. De vez en cuando alguien le regalaba un libro y lo leíamos juntos bajo las estrellas, y así mis horizontes y mi imaginación se expandieron, y detrás de cada peatón veía una historia; y sé que a él le ocurrió lo mismo, y se fijaba en las caras, en los ademanes, en los trozos de conversación cazados en el viento, e inventaba un problema, un sueño, un amor para cada uno de ellos.

También tuvimos malos momentos, como la vez en la que unos niñatos le atacaron en su esquina. Eh, tú, le increparon, eres una mierda que ensucia nuestras calles. ¡Qué ironía!, yo estaba convencida de que ellos eran los que ensuciaban las calles y las voluntades, pero él no supo reaccionar. Sólo alcanzaba a taparse la cara con las manos mientras una lluvia de golpes caía sin piedad sobre él. Yo tampoco la tuve. Un rumor sordo de venganza se encendió en mi interior al verle indefenso y me sacudió como una corriente eléctrica salvaje. Me precipité entre chispas sobre sus agresores con un grito humeante, y aplasté a tres, a uno de ellos para siempre. Los otros dos huyeron, ni siquiera se pararon a socorrer a sus compañeros: así funcionan los cobardes. Tras eso me sentí como un dios vengador, y me gustó la sensación. Pero una farola es demasiado parecida a otras farolas como para tomármelo en serio, a pesar de que probablemente le había salvado la vida.

Estuvo algún tiempo en el hospital, mientras yo le esperaba desde mi altura, buscándole entre los rostros que fluían sin descanso a mi alrededor. Le echaba de menos, después de compartir mi existencia y mis sueños con él, me costaba estar sola. Volvió una tarde de verano, y noté enseguida el cambio. Lejos de animarse con el contacto con otras personas, como supuse que ocurriría, parecía haber adquirido una mayor consciencia de lo que había perdido en su vida, y se había encerrado aún más en sí mismo. Pero el golpe de gracia aún estaba por llegar.

Una noche, mientras se preparaba para dormir, alguien se quedó mirándole fijamente. “Roberto”, musitó, con la cara descompuesta al enfrentarse a aquella realidad. Deduje que se trataba de un compañero de trabajo. Lo vi en sus ojos y en su maletín de cuero negro. Pasaron unos instantes inmensamente largos en los que ambas miradas se mantuvieron entrelazadas: la del ejecutivo sorprendida, como atravesando una pesadilla; la de Roberto, helada, viviéndola. Finalmente el hombre rebuscó en su cartera y le dio todo lo que llevaba, se volvió y se marchó con prisa. Y Roberto, pobre Roberto, sé que se sintió más pequeño que de costumbre. No esperaba que un conocido le viera en ese estado, para él representaba la vergüenza más profunda. No importaba tanto que los desconocidos te miraran y te tuvieran lástima, ¿verdad Roberto?. Pero alguien con quien has compartido aficiones, discusiones de trabajo, tardes de bares… eso era diferente, ¿no es cierto?. A partir de entonces se volvió más taciturno, ya no leía, no nos comunicábamos: sólo miraba insistentemente hacia delante, perdido en sus recuerdos.

 

 

Y ahora Señor Policía, ¿querrá escucharme?. Le contaré lo que ocurrió aquella noche: nacieron dos personas y murió una. Y yo, que lo vi todo desde arriba, creo que el balance fue positivo.

Roberto estaba tumbado en su esquina, tapado con una manta para protegerse del frío de Noviembre, tratando de dormir. Unos pasos cruzaban la calle desierta a esa hora de la noche, rápidos e inquietos, de tacones altos y perfume caro. Al otro lado de la calle intuí otros pasos. No los vi, por que se movían entre las sombras y mi visión no alcanzaba para despejarlas, pero supe que estaban allí. La mujer se aproximaba hacia nosotros, y el hombre oculto se dejó ver. Miró unos segundos a Roberto, como calculando su reacción. Roberto se estremeció y se quedó inmóvil. Y el hombre actuó. Caminó hacia la mujer y sin previo aviso le dio un bofetón, derribándola. Con una brutalidad ciega la recogió del suelo y la empujó contra una pared, poniéndola un cuchillo en la garganta y tapándola la boca con la otra mano. “Si chillas te mato” le dijo, y le subió la falda con violencia, mientras Roberto y yo permanecíamos petrificados. El hombre echó un nuevo vistazo a Roberto mientras la mujer gemía, y continuó con lo suyo, rasgándola la ropa interior. Creo que eso fue lo que hizo reaccionar a Roberto. La mirada, la indiferencia. Aquel salvaje actuaba como si él no estuviera allí. Es más, considerándole parte del paisaje, como una farola, un banco o unos geranios, negándole así toda la consideración de humanidad. El resto ocurrió muy rápido, Señor Policía: en un instante Roberto había agarrado al hombre por el pelo y había aplastado su cabeza contra los ladrillos del edificio, le había quitado la navaja y se la había hundido en el costado. Una, dos, tres veces, hasta que dejó de moverse. Después se acercó a la mujer, que lloraba aterrada en un rincón, la colocó suavemente la falda mientras ella temblaba como una hoja e incluso se atrevió a abrazarla para consolarla. Así nació ella. Y así nació él. ¿No lo ve?, la defendió a ella y defendió su propia dignidad, el hecho de que él era también un ser humano, que podía hacer las mismas cosas que otro ser humano habría hecho en su lugar.

El resto es historia. Llegasteis vosotros y buscasteis el arma, mientras yo me esforzaba en mirar hacia otro lado para que no la encontraseis y Roberto pudiera librarse de la cárcel. ¿Hasta su libertad iba a perder?. Pero fue inútil: el testimonio de la mujer, el arma en la alcantarilla y el propio Roberto, que lo confesó todo.

 

 

Pero el policía no me escuchaba. Sólo Roberto sabía hacerlo. Y ahora lo han alejado de mí. Por un lado me duele dentro, como si yo también tuviera un corazón del que preocuparme. Pero por otro, me siento feliz por él. Antes de irse se despidió. Me dijo que me echaría de menos, que siempre recordaría mi luz y nuestras noches de lecturas. Que no me preocupara por que, aunque iba a ser encerrado, comenzaba a intuirse a sí mismo. Sentía como que había estado perdido y ahora comenzaba a encontrarse. Que había sido feliz junto a mí pero que iba a ser la última vez que nos viéramos. Yo me alegré, sinceramente. Nunca consideré que fuera sano hablar con farolas: le hacían parecer un loco.

Hoy le extraño, y desde mi altura, siempre espero verle aparecer por alguna esquina, pero esta vez aseado y elegante, aunque sepa lo que eso significa: que no me hablará ni me oirá. Y eso me hará sentir feliz, por que, aunque sea una simple farola, ¿quién dice que no puedo sentir amor verdadero?.

 

MariJose Rodríguez Gómez